21/11/12

Montblanc, Tarragona. Un lugar para volver

Calles de Montblanc

Rincones para el recuerdo lo son todos. Aunque no haya vivido allí. Porque a veces la cabeza y el corazón nos juegan malas pasadas.

Esta bella foto me recuerda a un viaje rumbo a Barcelona. Fue todo un descubrimiento encontrar, en la provincia de Tarragona, este pueblecito amurallado lleno de encanto medieval y con nombre de monte blanco, Montblanc. Recorrer sus calles, disfrutar de sus plazas y de sus terrazas te hace sentir bien.
Considero mi visita fugaz, de un ratito. Recuerdo sus arcos apuntados en las puertas de esa muralla, con un color dorado antiguo que formaba parte de una tarde de verano. Calles empedradas, arcadas y soportales adornadas con vistosas flores. Volvería.

Aquí te dejo la web del Ayuntamiento de Montblanc por si quieres ampliar la información sobre esta bella localidad.

Y este post en el blog de Viajes con Encanto.

9/5/11

Corrales de Navalosa (Ávila)

Granito, ramas, piornal. Al fin y al cabo, estos son los elementos básicos que se encuentran en cualquiera de los antiguos corrales que pueblan las inmediaciones de Navalosa, en las estribaciones del Gredos más abulense. Dice la tradición que tienen origen celta, lo mismo que se sugiere de sus populares cucurrumachos, que se exhiben orgullosos en los carnavales. La forma constructiva, tan medida y práctica, sugiere que estos espacios tenían la finalidad de perdurar en el tiempo, en los siglos.

“Iban andando desde el pueblo, por el camino, hasta aquí”. Valentín, que habla de los pastores de antaño, señala el cerro de enfrente, que llaman por ahí El Canchal, donde se adivinan siluetas cuyas formas se difuminan en los propios colores de la tierra parda y gris, las retamas, algún pequeño roble y mucho piorno. “A veces se juntaban noventa o más hombres” subiendo por el camino, pasando las Trancas, sobre el río Alberche, si éste no se encontraba con demasiada agua... Entre medias, desperdigados, se observan este tipo de construcciones, junto a pequeñas casas, al lado de un prao, con un amial (almiar, en términos de la R.A.E.) en una esquina. Una estampa muy típica.

En la zona de El Canchal hay hasta un viejo potro de herrar, señal de la gran actividad que, hasta hace apenas dos o tres décadas, hubo en este lugar, donde la ganadería era la forma de vida de muchos de los habitantes de Navalosa. Especialmente vacuno, pero también ovino –curiosamente ahora pasa lo contrario, y hay más ovejas que vacas- y algunas cabras. Y aunque ahora ya no hay tanta costumbre encerrar el ganado, ni tampoco hay tantas nieves como entonces, y “hoy no hay los inviernos de antes”, como señala Jacinto, de quedar algún corral que todavía “funcione” como tal, se dedicaría a recoger a estas últimas.

Y alguno que otro sí queda, a pesar de que “el ganado es muy esclavo”, nos cuenta, ya que de pequeño fue pastor por estas lides, en un tiempo en el que “no había relojes” y se dejaban guiar “por los luceros, la luna y el sol”. Recuerda que ya entonces sus abuelos hablaban de cuando ellos iban a los corrales, aunque él, como muchos, es de los que piensan que este tipo de edificaciones “viene de toda la vida”.

Aunque estos espacios no estaban orientados a que viviera allí ninguna persona, lo cierto es que, en ocasiones, los pastores se quedaban allí a dormir. A veces, por la lejanía, otras por el clima o simplemente por las circunstancias del propio ganado –alguna vaca enferma o a punto de parir-. Imaginar el frío –pese al calor desprendido de los animales, que a veces “era suficiente”- que podían pasar en las largas noches de invierno, y teniendo “mucho tiento” si se decidían a poner lumbre en el interior para evitar quemar el tejado, de leña pura, es algo que relata la propia historia del terreno.

Entre varios corrales, en esta zona, existe una pequeña construcción íntegramente de lajas de granito donde hacían fuego y se calentaban cuatro, seis, ocho hombres, mientras –suponemos- charlaban tranquilamente de las cosas de la vida, comiendo “un cachito de tocino”, un poco de queso de las cabras y, si había pasado poco tiempo en hacer la matanza, también caía algo de chorizo. “Y nada más”.

El cerro de El Canchal, al que se accede por un camino forestal que sale de la carretera, en dirección Hoyocasero, es sólo uno de los puntos donde se pueden divisar concentraciones de estos ancestrales corrales. Es fácil observar una buena cantidad en el cerro de Matallanillas y en la zona del camino de Navatalgordo. Los demás quedan desperdigados por el terreno, algunos cerca de la ermita de Navalvao y otros se pueden ver a pie de carretera, sin más misterio que el de su origen. Y añadiendo a su historia la propia imaginación de quien los visite.

Estructura
Las paredes de un corral, de granito, son altas y fornidas. Sin embargo, en comparación, el techo no parece tener tanta consistencia. A pesar de ello, a los pastores de la zona les debió parecer conveniente armar la techumbre a base de ramaje, que luego cubrían con muchas ramas de piorno, en verde, que con el tiempo se iba tornando pardo y seco. Y para conservarla hay que cuidarla, cambiando o añadiendo, cada dos años aproximadamente, una nueva capa de piorno.

Al entrar en uno de estos corrales se observan dos partes bien distinguidas: una para recoger el ganado y la otra donde pace, con sus pesebres. Entre medias, a veces ponían un muro de granito. En ocasiones, el tapial lo completaba una puerta de ramas trenzadas con mimbres, tan abundantes hace años, con las que tantos cestos se han elaborado en esta localidad.

Un chozo típico cuenta con una segunda planta, a la que se accede mediante una escalera de madera. En su superficie se almacenaba el heno y la paja para alimentar a los animales, pero también servía de cama ocasional para los pastores, cuando decidían –o debían- pasar la noche allí.

Además de la puerta de acceso para animales y personas, cuya puerta se abre con una llave de madera y mediante un sistema original de tranca, suele existir otra, en la parte superior, para introducir la paja y el heno. Además, también se abre al exterior una agujera o ventanuco por donde sacaban la basura.

Las dimensiones de cada corral varían. La mayoría muestran ya un tejado roto y están medio en ruina, aunque el consistorio local ha comprado y recuperado tres, en colaboración con la Diputación Provincial, quizá esperando que cunda el ejemplo entre los “privados”, y se animen –como ya está pasando en algún caso- a levantar de nuevo el chozo. “Es una pena que se pierdan y se destruyan”, comenta Valentín, “porque han sido la historia del pueblo”.

23/12/09

Molino de Alberto (Villafranca de la Sierra, Ávila)

El molino del tío Alberto, como se le conoce más allá de Villafranca de la Sierra, es un bello rincón del abulense Valle del Corneja, río que baña La Ribera, anejo en cuyos límites se encuentra esta hermosa construcción. Rodeado de la más variada vegetación, este enclave es el lugar perfecto para contemplar el paso de las estaciones, ya que agradece la floración en primavera, propicia frescor en verano, despliega sus colores en el caduco otoño y lo adorna la nieve en invierno.

De hecho, quizá sea uno de los espacios más fotografiados de aquellos que se sumergen en esta comarca, más dibujados por cientos de artistas y más recordados por los turistas. Y es que la estampa de ver el agua caer hacia el río, que mueve con fuerza la tolva, es difícil de olvidar.

Antes de morir Alberto Jiménez Montenegro, el último molinero, éste no dudaba en mostrar al visitante su interior, explicar toda su maquinaria e incluso ponerlo en marcha pese a que, desde hace décadas, el molino perdió su verdadera utilidad. Y es que tener un anfitrión de lujo era el valor añadido de esta joya del patrimonio etnográfico de la zona.

Orígenes inciertos
Nos agarramos a los recuerdos más antiguos para no perder nuestras raíces, que a veces resultan ser como una riada –por ejemplo aquella tan terrible del 1 de septiembre de 1999, en el río Corneja- que arrastra a su paso hasta las más duras piedras.

Cuentan algunos vecinos que en la ribera del Corneja llegaron a existir hasta 21 molinos –según parece, en el catastro del Marqués de la Ensenada (1749), aparecían catalogados 20 molinos y dos batanes-, cada uno con su clientela y conocido, cómo no, por sus últimos dueños o familias. Estaban los del tío Pepe, de Moreta, de los Mordiques, del tío Andrés, de Tarines, del tío Eugenio, de la tía Encarna, de los Tejos, de Benita, de la tía Pauleta o del tío Minero, por recordar sólo algunos de los que aún quedan en la memoria de los vecinos de estos pueblos.

El caso es que se dice que este tipo de construcción se originó hace unos 250 ó 300 años, aunque Alberto siempre aseguraba que ya existían en tiempos de los Reyes Católicos. En la actualidad, prácticamente todo el patrimonio industrial hidráulico de la ribera del Corneja está en ruinas, excepto el del tío Alberto, y la mayoría fueron derribados por la fuerza del agua del río durante la riada de 1999.

Fue el progreso, la proliferación de fábricas de harina a partir de los años 60, lo que acabó con la utilidad casi artesanal de los molinos hidráulicos no sólo de esta zona, sino de gran parte de la geografía española. Pero eso ya es harina de otro costal.

DATOS PRÁCTICOS
Desde Ávila, el visitante tiene que dirigirse, por la N-110, dirección Plasencia. En el kilómetro 50 aproximadamente, deberán desviarse, hacia la izquierda, por la AV-P-507, hacia Villafranca de la Sierra y Navacepedilla de Corneja. Hay que atravesar la primera de las localidades. Una vez que se sale del pueblo, la izquierda, se divisa la casa-estudio de Benjamín Palencia, ahora convertida en casa rural, y el desvío a La Ribera. Seguimos por la misma carretera, dirección Navacepedilla, hasta que, de nuevo a la izquierda, se divisa el molino, junto al río Corneja.

Extracto del reportaje publicado en la revista Ávila Digital, en marzo de 2009.

8/4/09

Madrigal de las Altas Torres (Ávila). Cuna de una reina

Entre abrir y cerrar los ojos apenas hay diferencia si lo que hacemos es imaginar a una pequeña princesita juguetear en esta angosta plaza, adornada con cruz y fuente de piedra, flanqueada por el Real Hospital y velada por la torre de la puerta de Peñaranda. Pero la plaza de Isabel la Católica, en Madrigal de las Altas Torres, guarda más que recuerdos de infancia. En uno de sus extremos se abren las puertas del monasterio de Nuestra Señora de Gracia, donde catorce monjas agustinas comparten el lugar donde la reina de Castilla nació y dio sus primeros pasos.

Los avatares de la historia han llevado a este lugar a ser cuna real y albergue de estas religiosas, que lidian entre la magnificencia artística que esconden sus paredes y la austeridad propia de esta orden contemplativa. Algunas de ellas, como sor Pilar, llevan más de cuarenta años aquí y la clausura ha conseguido impregnar las paredes del claustro de cientos de sonrisas y de conocimientos que, como libros en una gran biblioteca, se tienen que ir a buscar a este lugar.

Apuntes históricos
“De aquí salieron las medidas de antes, las fanegas, los celemines…”, cuenta sor Pilar, guía de viajeros, siempre que el quehacer diario se lo permite. A través de ella se descubre un pedazo de la historia de España. Esas medidas se aprobaron definitivamente –aunque ya se utilizaban- en Cortes convocadas por Juan II en este mismo palacio, en 1438. En otra ocasión, ya en 1476, se reunieron Cortes en Madrigal y se aprobó
la constitución de la Santa Hermandad, “la policía de aquel tiempo”. “Fueron las primeras Cortes del reinado de los Reyes Católicos”, tras su casamiento en 1474.

Aquí Juan II vivió con su primera esposa, María de Aragón, y pasó los primeros años con la segunda, Isabel de Portugal, con la que se casó en la iglesia madrigaleña de San Nicolás de Bari –donde, por cierto, fue bautizada la pequeña infanta-.

El 22 de abril de 1451 nació la que años después fuera Isabel I de Castilla, tras una guerra de poder mantenida con su hermanastro Enrique IV. El palacio pasó a ser convento de agustinas en 1527, después de que el emperador Carlos V donara este inmueble y sus aledaños a su hija natural María de Aragón, superiora de la congregación madrigaleña.

Uno de los momentos más duros a los que ha sobrevivido el palacio fue el incendio que tuvo lugar en 1611 y que arrasó la iglesia de Santa María de Gracia y todo su interior. Incluso el órgano antiguo se quemó, y el que hoy día se puede ver data del siglo XVIII. Tampoco se libraron del asedio de los franceses ni de la desamortización. Lo que ha salvado este monumento secular es la filosofía de las agustinas: “respeto al lugar y cuidados especiales”.

Silencio y esplendor
Entrar en el claustro es vivir el recogimiento de las monjas que lo habitan. Data de principios del siglo XV y cuenta con dos cuerpos, el primero con arcos de medio punto y el segundo, más bajo, rematado con arcos escarzanos.

La sala de Cortes se cubre con un artesonado de estilo mudéjar. En 1438 se reunieron Cortes en esta discreta sala que ahora guarda lienzos y pinturas de gran importancia, incluida una pequeña y bella figura de la Inmaculada, de la escuela de Alonso Cano.


El convento cuenta con una iglesia abierta a todos los madrigaleños. Bajo la advocación de Santa María de Gracia, preside el retablo mayor un conjunto que representa la Anunciación. 

Dependencias regias
Se accede a las dependencias reales por una preciosa escalera de piedra, hasta llegar a la segunda planta del palacio. Pequeñas salas, restauradas en varias ocasiones a lo largo de los siglos, acogen hoy numerosos lienzos y tallas escultóricas coronan todos los rincones, hasta llegar a una minúscula alcoba donde se dice que nació la reina Isabel. Su sencillez desconcierta y emociona.

Desde aquí, el resto de las dependencias pertenecen a la vida cotidiana y privada del monasterio y están reservados a la clausura. Aun así, con este recorrido nos vale para dejar viajar la imaginación por las raíces de nuestro pasado.


Extracto del reportaje publicado en la revista Ávila Digital (papel. Nº 64)

6/4/09

Flores blancas, blanca primavera

Un estornudo es prueba inequívoca de que llega la primavera. Suele aparecer despistada, entre vientos, nubes y abejas, y poco a poco se va asentando en nuestras vidas. El campo revive sus colores verdes, seña de que alguien siembra sus cereales de forma invisible y dura. Los árboles se llenan de hojas de un esmeralda intenso y los frutales, en particular, se tiñen el pelo dispuestos a polinizarse.

En varios puntos de España, el paisaje se vuelve de color nieve, inmaculado e indescriptiblemente bello. Es lo que llamo 'color blanco cerezo', ya que son nubes de algodón lo que parecen, en el horizonte de algunos valles.

Uno de los más famosos es el Jerte, que celebró hace unas semanas su Fiesta de la Cereza, coincidiendo con el puente del día del Padre. Miles de personas inundaron el campo blanco desvirtuando, en cierta forma, la tranquilidad del campo, del pueblo, del aire puro. Aun así fue un verdadero placer para los sentidos. Y es que un mar de cerezos arranca miles de sonrisas, de forma que la sensación de bienestar se multiplica por x.

Todos los años "bajo" al Valle del Jerte por el Puerto de Tornavacas, divisando las distintas estampas de otras tantas alturas. Mi preferida, además de la panorámica de lo alto del puerto, es el río a su paso por Cabezuela del Valle. También las gargantas que se cruzan a lo largo de la carretera (Soria-Plasencia). Te puedes quedar dormido en alguna de las piedras cercanas al agua, relajarte con su sonido cristalino y revivir un amor. ¡A pesar de estar rodeado de turistas!

Este año ha sido algo distinto. He descubierto la otra cara del valle: la Vera también cacereña. Primero, atravesando Candeleda (Ávila) y descubriendo los cerezos de El Raso -anejo candeledano-. Sin olvidar el triángulo de Los Galayos, donde encontramos, sobre todo, dos pueblos dedicados a este cultivo: El Hornillo y El Arenal. Aunque depende de la variedad del cerezo, casi siempre la floración es algo más tardía que en el Jerte (cuestión de días y, en este año, casi de horas). El tributo a la nieve de las cumbres de Gredos es fantástico en este pequeño rincón abulense.
Continuamos por la Vera dirección Plasencia. A partir de Cuacos de Yuste y hasta alejado Pasarón de la Vera, de nuevo un mar de frutales florecidos junto a la carretera. En un valle más angosto, donde se pierde la perspectiva del paisaje, la referencia se cubre con los árboles que se tocan casi desde el coche.

Sin olvidar el paso mágico desde la Vera al Jerte por el puerto del Piornal. Nubes de árboles, de cerezos, de regatos y cascadas, de gargantas, de cabras y de emoción.

Autoturismo, turismo de carretera: tenemos el paisaje de forma inmediata y genera una sensación de bienestar inmensa, pletórica.

Hay algo mucho mejor: la compañía.

Y bajarse del automóvil y recorrer los caminos; hablar con las gentes del lugar; conocer, de esta forma, las costumbres de un pueblo. Y es que ya lo decía Antonio Machado, que nada mentaba ni de carros, ni coches, ni trenes ni autobuses: se hace camino al andar.