Granito, ramas, piornal. Al fin y al cabo, estos son los elementos básicos que se encuentran en cualquiera de los antiguos corrales que pueblan las inmediaciones de Navalosa, en las estribaciones del Gredos más abulense. Dice la tradición que tienen origen celta, lo mismo que se sugiere de sus populares cucurrumachos, que se exhiben orgullosos en los carnavales. La forma constructiva, tan medida y práctica, sugiere que estos espacios tenían la finalidad de perdurar en el tiempo, en los siglos.
“Iban andando desde el pueblo, por el camino, hasta aquí”. Valentín, que habla de los pastores de antaño, señala el cerro de enfrente, que llaman por ahí El Canchal, donde se adivinan siluetas cuyas formas se difuminan en los propios colores de la tierra parda y gris, las retamas, algún pequeño roble y mucho piorno. “A veces se juntaban noventa o más hombres” subiendo por el camino, pasando las Trancas, sobre el río Alberche, si éste no se encontraba con demasiada agua... Entre medias, desperdigados, se observan este tipo de construcciones, junto a pequeñas casas, al lado de un prao, con un amial (almiar, en términos de la R.A.E.) en una esquina. Una estampa muy típica.
En la zona de El Canchal hay hasta un viejo potro de herrar, señal de la gran actividad que, hasta hace apenas dos o tres décadas, hubo en este lugar, donde la ganadería era la forma de vida de muchos de los habitantes de Navalosa. Especialmente vacuno, pero también ovino –curiosamente ahora pasa lo contrario, y hay más ovejas que vacas- y algunas cabras. Y aunque ahora ya no hay tanta costumbre encerrar el ganado, ni tampoco hay tantas nieves como entonces, y “hoy no hay los inviernos de antes”, como señala Jacinto, de quedar algún corral que todavía “funcione” como tal, se dedicaría a recoger a estas últimas.
Y alguno que otro sí queda, a pesar de que “el ganado es muy esclavo”, nos cuenta, ya que de pequeño fue pastor por estas lides, en un tiempo en el que “no había relojes” y se dejaban guiar “por los luceros, la luna y el sol”. Recuerda que ya entonces sus abuelos hablaban de cuando ellos iban a los corrales, aunque él, como muchos, es de los que piensan que este tipo de edificaciones “viene de toda la vida”.
Aunque estos espacios no estaban orientados a que viviera allí ninguna persona, lo cierto es que, en ocasiones, los pastores se quedaban allí a dormir. A veces, por la lejanía, otras por el clima o simplemente por las circunstancias del propio ganado –alguna vaca enferma o a punto de parir-. Imaginar el frío –pese al calor desprendido de los animales, que a veces “era suficiente”- que podían pasar en las largas noches de invierno, y teniendo “mucho tiento” si se decidían a poner lumbre en el interior para evitar quemar el tejado, de leña pura, es algo que relata la propia historia del terreno.
Entre varios corrales, en esta zona, existe una pequeña construcción íntegramente de lajas de granito donde hacían fuego y se calentaban cuatro, seis, ocho hombres, mientras –suponemos- charlaban tranquilamente de las cosas de la vida, comiendo “un cachito de tocino”, un poco de queso de las cabras y, si había pasado poco tiempo en hacer la matanza, también caía algo de chorizo. “Y nada más”.
El cerro de El Canchal, al que se accede por un camino forestal que sale de la carretera, en dirección Hoyocasero, es sólo uno de los puntos donde se pueden divisar concentraciones de estos ancestrales corrales. Es fácil observar una buena cantidad en el cerro de Matallanillas y en la zona del camino de Navatalgordo. Los demás quedan desperdigados por el terreno, algunos cerca de la ermita de Navalvao y otros se pueden ver a pie de carretera, sin más misterio que el de su origen. Y añadiendo a su historia la propia imaginación de quien los visite.
Estructura
Las paredes de un corral, de granito, son altas y fornidas. Sin embargo, en comparación, el techo no parece tener tanta consistencia. A pesar de ello, a los pastores de la zona les debió parecer conveniente armar la techumbre a base de ramaje, que luego cubrían con muchas ramas de piorno, en verde, que con el tiempo se iba tornando pardo y seco. Y para conservarla hay que cuidarla, cambiando o añadiendo, cada dos años aproximadamente, una nueva capa de piorno.
Al entrar en uno de estos corrales se observan dos partes bien distinguidas: una para recoger el ganado y la otra donde pace, con sus pesebres. Entre medias, a veces ponían un muro de granito. En ocasiones, el tapial lo completaba una puerta de ramas trenzadas con mimbres, tan abundantes hace años, con las que tantos cestos se han elaborado en esta localidad.
Un chozo típico cuenta con una segunda planta, a la que se accede mediante una escalera de madera. En su superficie se almacenaba el heno y la paja para alimentar a los animales, pero también servía de cama ocasional para los pastores, cuando decidían –o debían- pasar la noche allí.
Además de la puerta de acceso para animales y personas, cuya puerta se abre con una llave de madera y mediante un sistema original de tranca, suele existir otra, en la parte superior, para introducir la paja y el heno. Además, también se abre al exterior una agujera o ventanuco por donde sacaban la basura.
Las dimensiones de cada corral varían. La mayoría muestran ya un tejado roto y están medio en ruina, aunque el consistorio local ha comprado y recuperado tres, en colaboración con la Diputación Provincial, quizá esperando que cunda el ejemplo entre los “privados”, y se animen –como ya está pasando en algún caso- a levantar de nuevo el chozo. “Es una pena que se pierdan y se destruyan”, comenta Valentín, “porque han sido la historia del pueblo”.