7/9/08

Lanzarote (island)

La verdad es que impresiona. Si te paras a pensar de dónde sale cada matiz cromático de los montes volcánicos de Timanfaya, en Lanzarote, la cabeza empeiza a dar mil vueltas y terminas... absorta. Es la segunda vez que viajo a esta pequeña isla canaria. La vida tras el fuego. Tras el cristal del autobús, que vocea la historia isleña, el desierto de cenizas. El calor moderado entre la lava seca.

Las flores vadeando calles, pintando de colores el verano. Rojo, blanco, naranja y amarillo. Intenso. Los cactus forman jardines inusitados. Las palmeras, fértiles de dátiles dulces, dan sombra al paseante. Mientras, el volcán no duerme. Es más: facilita la tarea de brasear pollos y sardinitas (de verdad). Y es que no sólo es el parque Nacional de Timanfaya lo que impresiona. La tranquilidad de las gentes en Playa Blanca (cerca de Yaiza y enfrente de Fuerteventura).


En mi camino encontré playas blancas y doradas, multitud de peces de colores, erizos de mar, piedras negras y restos volcánicos en cualquier lugar. Y entre paseo y baño, el momento de la compra, lidiar con los indios que se "pegan" por llevarse el gato al agua. El inglés y el alemán, los más valiosos. Los que más pagan. Al españolito le pinchan con precios ridículos porque estamos en crisis y, a lo mejor, cuela. Y coló. Fueron buenas compras y aprendí muchas cosas... Sobre todo a tener paciencia.

El último recuerdo: el mar dorado, el sonido dulce del agua salada rebotando suavemente en mis oídos. Y tu ausencia.

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